miércoles, 13 de abril de 2011

Doceava cosa importante: De cómo si te empeñas, las cosas salen bien y eres feliz

  Se sentó en la arena.  Apoyó los brazos sobre las rodillas y suspiró. Fue un suspiro largo y tranquilo. Fue un suspiro completo. Hacía mucho que no pasaba por allí y la verdad que lo echaba de menos. Pensó en todas las cosas nuevas que habían pasado desde la última vez que había ido. Pensó en todos los cambios y, la verdad, que necesitaba resguardarse un rato.
  Necesitaba resguardarse por la sencilla razón de que necesitaba pensar y asimilar las nuevas situaciones que le había presentado la vida estas últimas semanas. Necesitaba saber cómo se sentía, qué era exactamente lo que quería, porque ni ella lo sabía. Tenía que reconocer que era feliz, que no tenía derecho a quejarse porque su vida funcionaba, su vida iba por buen camino.  Había decidido dar un paso más, ser más esencia todavía, ser más ella. Y lo estaba consiguiendo. Cada vez que se proponía dar un giro a su vida lo conseguía. Esta vez, había optado por un corte de pelo y un cambio de actitud. Y no va iba por mal camino, todo iba encajando según sus preferencias y ambiciones, y eso, era muy bueno, significaba que lo estaba haciendo bien.
De repente le vino un olor, pero no era el olor del mar, no. Era distinto, cercano, le gustaba ese olor. Era su olor. Y se acordó de él. De su él. De ese chico que, aunque no tuviese nombre ni lugar, estaba ahí, para ella, para escucharle. Y había llegado la hora de dejarse los miedos atrás, de mostrarse tal y como quería hacerlo, tal y como le apetecía. Porque no sabía a dónde iba esta historia, pero quería comprobarlo. Aunque solo fuera por mera curiosidad, aunque solo fuera por decir: “al menos, lo intenté”.
  La vida, a veces, es complicada. O bueno, más bien, es sencilla, pero somos los seres humanos los que la complicamos. Los que nos comemos la cabeza por cualquier tontería que al final del camino no resaltará más que una pequeña piedra. Los que tropezamos una y otra vez con cosas que no sirven y nos hacen daño, y que son aquellas cosas que recordaremos como tropiezos en el camino, como meras experiencias, pero que nos hacen perder el tiempo. Un tiempo, muy valioso. Valioso por la sencilla razón de que podemos aprovecharlo con la gente que merece la pena, con la gente que de verdad importa. De que las mayores locuras, tonterías y absurdeces, son las que nos hacen llorar de risa, las que nos hacen ser felices.
  Sintió como alguien le agarraba por la cintura y le daba un beso en la mejilla. Se giró y ahí estaba él, el causante de ese olor embriagador. Le sonrió. Sabía cuál sería la respuesta, otra sonrisa. A veces, le daba la sensación de que él tenía miedo  a mostrarle sus sentimientos, y que, si ella los mostraba primero, él lo hacía después. Pero decidió que no lo pensaría, que no le importaría. Dejaría que las cosas fluyeran y salieran por sí solas. Porque tenía lo que quería, porque era pronto para hacer que las cosas se volvieran serias, porque tenía que probar y desaprobar, tenía que besarle mil veces hasta que pudiese quererlo mínimamente, y tenían que pasar demasiadas cosas como para que lo quisiera de verdad. Pero el comienzo había sido bueno. Debían medirse, conocerse, hablar, comunicarse…aunque, pensándolo bien, la comunicación no había sido lo más reseñable desde que toda esta historia había empezado. Y eso, era algo que deberían mejorar, pero había tiempo para ello. Porque había decidido, que no tenía prisa, que le daba igual, que era feliz tal y como era su vida en ese momento.
  Se quedó mirando para él un buen rato, y luego, miró al mar. Necesitaba mirar al mar. Le relajaba y le tranquilizaba. Le llevaba a la mente las palabras adecuadas, los pensamientos calmados y las mejores imágenes que podía imaginar y recordar. Estaba feliz, muy feliz, así que no iba a darle más vueltas de las necesarias.
  Se tumbó en la arena y cerró los ojos. No tenía prisa por irse, no quería irse ahora. Quería quedarse un poco más. Así que, decidió que hoy se permitiría ese capricho. Necesitaba resguardarse un rato y, ya puestos, disfrutar de esta agradable compañía que tenía a su lado.
  No sabía a dónde iba toda esta historia, pero en este momento, le hacía sentirse bien, a gusto. Así que, dejó que le sacara una sonrisa y le endulzara la mirada, y se dejó llevar. Simplemente eso. Pensó que, si tenía algo que descubrir, era buen momento para hacerlo. Y que lo demás, vendría solo. Sin más, dejó que la brisa del mar le recorriera todo el cuerpo, y que el olor a sal le llenara el alma de cosas buenas. Era momento de no pensar, de sonreír y de llorar de risa, de correr por la arena y salpicarse con las olas. De tener cuatro años otra vez. Suspiró una vez más y dejó de pensar, puso la mente en blanco y sonrió. No necesitaba nada más, no quería nada más. Abrió los ojos y vio las nubes pasar por encima. Era todo por ahora.

lunes, 11 de abril de 2011

Undécima cosa importante: Ser realista y aclarar tus propios sentimientos.

  Le echaba de menos. Añoraba su significado en su día a día. Todo lo que le aportaba y todo lo que implicaba tenerlo en su vida. Habían intentado algo que no tenía sentido. Porque nada tenía sentido. Lo miraba, y veía a una persona a la que quería muchísimo, a la que apreciaba con locura y con la que sabía que podía contar para cualquier momento de indecisión, porque él era, ante todo, indeciso; muy indeciso. Lo miraba, y le parecía un niño de 6 años que, sentado en el suelo del parque, se comía un regaliz rojo, de esos que tanto le gustaban, mientras pensaba qué hacer para decirle a esa chica de ojos azules que le gustaba. Que quería que fueran novios. Cuando somos adultos, no es muy diferente. Nos resguardamos en cualquier tontería para pensar en cómo hacer para que esa historia salga bien, para que sea real y para que funcione. Pensar en cómo hacer para que esa persona que tanto quieres sonría, aunque para eso tengas que chillar un te quiero, o pintar las paredes de corazones.
  Y ahí estaba él, mirando para ella. Otra vez. Como tantas veces. Se giró, y le saludó dedicándole una de sus maravillosas sonrisas, de esas que conseguían que cualquiera sonriera a su lado, y de esas que te hacían llegar a cualquier hermoso lugar.  Le devolvió el saludo, pero no la sonrisa. Se había quedado pensando que podrían encajar a la perfección, que serían felices juntos y que una simple sonrisa cómplice serviría para solucionar cualquier problema. Pero la vida se había empeñado en no juntarles, en no darles lo que querían, en no hacer que la mirada definitiva les hiciese fundirse en un beso interminable que los uniera para siempre.  Pero no se habían molestado en llevarle la contraria a la vida ni al destino. Y todo había sido finalizado sin un adiós.
  Un poco más allá, ella se puso los cascos y sacó su blackberry. Necesitaba escribir. Necesitaba desahogar y contarle a sus entrañas cómo se sentía. Se acordó de aquella noche, no hacía muchas semanas atrás, en la que se habían encontrado por casualidad paseando por la playa. La brisa del mar les llenaba el pensamiento de cosas sin importancia, hasta que de repente, sus miradas se habían cruzado, se habían sonreído y, sin preguntar, se habían acercado. Se cogieron de las manos, y se volvieron a mirar.

   -Sabes que esto ya no es posible. Que no funcionaría, que no saldría bien. Y no porque no haya          sentimientos ni ganas por ambas partes... Han sido demasiadas cosas y ya no tiene sentido. -El asintió.-Nuestro momento y nuestro lugar ha pasado. Y no nos queda más remedio que aceptarlo. 

   A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y él le subió la barbilla hasta que le miró.

   -Solo quiero hacer una cosa, no quedarme con las ganas de algo. ¿Me dejas?- Ella asintió en silencio y se secó las lágrimas.

  Él, silenciosamente se acercó, y sin apartar su mirada, la besó. Y fue un beso en el que ni él pudo reprimir una lágrima. Fue un beso largo, cariñoso, de película. Sus estómagos parecían arderles y sus almas parecían conectadas y encajas a la perfección.
  Se separaron y, a la vez, dos te quiero se perdieron entre la fría noche de febrero.  La complicidad entre ellos nunca se iría. Sabían que siempre había algo que los iba a mantener unidos, aunque hiciesen como si nada hubiese pasado. Se abrazaron y pasearon durante largo rato por la arena. Jugaron como niños y se rieron como dos jóvenes que tenían muchas cosas por vivir y aprender. 
  Horas más tarde, se fundieron en un último abrazo, y se despidieron. Cada uno por su lado, se perdieron en las frías noches de febrero para volver a la realidad. Para darse cuenta de que todo esto nunca podría funcionar, porque no estaba destinado que estuvieran juntos. Algo sí estaba claro: solo ellos serían realmente conscientes de todos los sentimientos que esta historia había implicado, todo lo unidos que estaban y todo lo que se querían a pesar de las circunstancias.
  Cambió de canción. Eran demasiadas cosas y debía volver a la realidad. De pronto, un nuevo mensaje llegó a su adorada blackberry, la que tantos secretos escondía, la que tantas cosas sabía y la que tantas reflexiones y sentimientos guardaba. Lo abrió, y sonrió. Sonrió como una persona que está descubriendo que hay alguien que quiere hacerle sonreír así todos los días. No sabía lo que significaba ese nuevo él en su vida, pero sabía que podría hacerla muy feliz. A pesar de todo ello, tenía dudas, muchas dudas. Para empezar, tenía miedo a arriesgarse y perder, que algo saliera mal; las posibilidades eran muchas pero, si salía bien, la recompensa sería mucho mayor. Para seguir, estaba ese él del que tardaría en olvidarse. No podía evitarlo ni podía ignorar ese sentimiento, peor no tenía prisa. Tenía todo el tiempo del mundo para saber si quería arriesgarse o no.  No quería precipitarse, a nada. A dejarlo ir ni a implicarse demasiado. De momento no. No se sentía preparada, no se sentía con ganas de tanto. Pero sabía que, tarde o temprano, descubriría las respuestas a esas preguntas.
  Pensó en esos detalles que tenía de vez en cuando, esos que le hacían sonreír y sentirse como una niña pequeña jugando en la playa con las olas del mar. No fue capaz de reprimir una sonrisa. Una sonrisa que se encargaba de indicarle la dirección en la que irían esas respuestas. Y le gustaba lo que veía. Sin pensárselo más, respondió, y supo que, no muy lejos de ella, había alguien que también estaba empezando a compartir nuevos sentimientos con otra persona.  Pero no le importó; al contrario. Le alegró. Porque sabía que no cambiarían las cosas por mucho que se empeñase y que, le gustaba el sentido que estaba tomando su nueva vida, su nueva ella.
  No sabía por qué, pero tarde o temprano, las cosas cambiarían a mejor. Era optimista, y eso era algo que nadie le cambiaría nunca. Puso esa canción que tanto le gustaba, que tanto le recordaba a él. Le sonó raro. Pero no hizo caso de sus miedos. No hizo caso de sus temores y, siguiendo la famosa teoría de piscinas, pensó que ese era un buen momento para tirarse a esta porque, parecía que estaba casi llena. No sabía por qué, pero era consciente de que acertaría. Y no quería perder más tiempo para comprobarlo.

  El autobús se alejó mientras muchos sueños y sentimientos se perdían al chocar contra el viento. Ella quería. Él quería. Y aunque todo esto sonara muy absurdo, a la vida le estaba gustando esta historia.