Cogió su chaqueta negra de cuero y salió a la calle de la
gran ciudad. Una leve brisa le alborotó el pelo. Se abrochó la chaqueta y se
puso a caminar. El sol se iba despidiendo tímidamente, como si le diese miedo
molestar a esa pareja que se daba un tierno beso esperando en un semáforo para
cruzar, o a aquella abuela
que le daba un cálido abrazo a su nieto de coloretes
sonrosados.
Ella siguió
caminando sin rumbo; simplemente le apetecía dar un paseo, en solitario. Sin
más preocupación por el momento que sus propios pasos. Porque al final en eso
se basaba todo, en los pasos que seguías; los que cambiabas de repente, los que
no diste; los que diste precipitadamente o más tarde de la cuenta. Pero, a fin
de cuentas, los pasos que te llevaron a ser como eres y a vivir la vida tal y
como la vives.
Porque somos
nosotros los únicos capaces de cambiar nuestra propia vida y hacer que funcione
o vaya al revés; así como los únicos de decidir qué queremos para nosotros. Solo
tienes que tener la fuerza de voluntad necesaria para luchar por aquello que
crees merecerte y las ganas suficientes para no parar tus objetivos por muy
difícil que sea el camino.
Porque va a ser
difícil, eso debes tenerlo claro. Como también debes tener claro que “el que
algo quiere, algo le cuesta”, y que debes luchar sin rendirte a la primera de
cambio. Con las manos en los bolsillos y paso lento pero firme, caminó un rato
más. Caminó hasta que, sin esperarlo, vio una conocida figura a la luz del
atardecer. Sonrió. Parecía que alguien más había decidido a dónde dirigir sus
pasos.
Una cosa la tenía
clara: por mucho que manejemos nuestra forma de ser y llevar las cosas, no
podemos manejar las llamadas “casualidades”, ni mucho menos la vida de los
demás; porque si la vida está empeñada en algo, sucederá, por mucho que te
interpongas. Y si te fijas, las casualidades, nunca lo son. Ella, no iba a
llevarle la contraria, así que se acercó y dejó que la vida le sorprendiera,
una vez más. Porque había aprendido que, la buena compañía, nunca está de más.