martes, 3 de abril de 2012

Buscando sin buscar, paseando sin pasear.


Cogió su chaqueta negra de cuero y salió a la calle de la gran ciudad. Una leve brisa le alborotó el pelo. Se abrochó la chaqueta y se puso a caminar. El sol se iba despidiendo tímidamente, como si le diese miedo molestar a esa pareja que se daba un tierno beso esperando en un semáforo para cruzar, o a aquella abuela
que le daba un cálido abrazo a su nieto de coloretes sonrosados.
   Ella siguió caminando sin rumbo; simplemente le apetecía dar un paseo, en solitario. Sin más preocupación por el momento que sus propios pasos. Porque al final en eso se basaba todo, en los pasos que seguías; los que cambiabas de repente, los que no diste; los que diste precipitadamente o más tarde de la cuenta. Pero, a fin de cuentas, los pasos que te llevaron a ser como eres y a vivir la vida tal y como la vives.
   Porque somos nosotros los únicos capaces de cambiar nuestra propia vida y hacer que funcione o vaya al revés; así como los únicos de decidir qué queremos para nosotros. Solo tienes que tener la fuerza de voluntad necesaria para luchar por aquello que crees merecerte y las ganas suficientes para no parar tus objetivos por muy difícil que sea el camino.
    Porque va a ser difícil, eso debes tenerlo claro. Como también debes tener claro que “el que algo quiere, algo le cuesta”, y que debes luchar sin rendirte a la primera de cambio. Con las manos en los bolsillos y paso lento pero firme, caminó un rato más. Caminó hasta que, sin esperarlo, vio una conocida figura a la luz del atardecer. Sonrió. Parecía que alguien más había decidido a dónde dirigir sus pasos.
   Una cosa la tenía clara: por mucho que manejemos nuestra forma de ser y llevar las cosas, no podemos manejar las llamadas “casualidades”, ni mucho menos la vida de los demás; porque si la vida está empeñada en algo, sucederá, por mucho que te interpongas. Y si te fijas, las casualidades, nunca lo son. Ella, no iba a llevarle la contraria, así que se acercó y dejó que la vida le sorprendiera, una vez más. Porque había aprendido que, la buena compañía, nunca está de más.
   

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